sábado, 28 de enero de 2017

La vida y el hambre en el bloqueo de Leningrado


El bloqueo de Leningrado duró prácticamente novecientos días.

A causa de los bombardeos, los ataques de artillería, el frío, el hambre y el cansancio, murieron entre trescientas mil y millón y medio de personas, según diversas fuentes. Todo ello, sin contar los soldados que defendían la ciudad. Aquellos que sobrevivieron al bloqueo dicen que no hay estadísticas ni palabras que puedan expresar la vida en una ciudad sitiada.
El bloqueo de Leningrado comenzó el 8 de septiembre de 1941. Fue entonces que cayeron las primeras bombas sobre la ciudad. Al poco tiempo las alarmas aéreas se tornaron en habituales. Las alarmas se anunciaban por medio de sirenas manuales en los edificios y también por radio. Al no haber trasmisiones radiales por la noche, solo se transmitía el acompasado sonido de un metrónomo, lento en la normalidad, rápido durante los ataques. La tercera parte de los sobrevivientes de Leningrado puede decir que se salvó de milagro con tantas bombas y proyectiles, considera el pintor Ígor Suvórov, que contaba con tan solo nueve años de edad al comienzo del bloqueo:
–Era en primavera y solicitaron ayuda para limpiar el jardín. Al salir al patio noté que la parte inferior de la ventana estaba abierta y de ella constantemente provenía la noticia de la apertura del segundo frente. Me puse a oír, luego a quebrar el hielo y después, cuando me cansé me puse a mirar hacia arriba. Algo centelleó arriba y luego junto a mí, a unos veinte centímetros. Era un proyectil que penetró por la ventana del primer piso y provocó una colosal explosión, a mi me salvó de ser despedazado una pequeña pared. Pero yo estaba ensangrentado y gritaba: “Mamá, mamá”. Gritaba terriblemente, llegó gente y no podían hacer que callara, después simplemente me tranquilicé.
Bien pronto se acostumbraron los leningradenses al retumbar de los proyectiles. Muchos de ellos dejaron de ocultarse en los sótanos y refugios antiaéreos. Había quien temía ser sepultado bajo tierra, había otros que simplemente no tenían animos ni para protegerse.
Lo más terrible fue el invierno de 1941-1942, la gente extenuada caía moribunda en las calles, las autoridades urbanas no daban abasto para recoger miles de cuerpos inertes. En la oscuridad de la noche citadina se desplazaban bandadas de ratas que mordisqueaban a los muertos y atacaban a los vivos. Algunas personas se detenían en la calle a descansar y recuperar fuerzas, pero se desmayaban, helándose hasta morir, nos cuenta Larisa Goncharenko. Ella tenía diez años en 1941:
–Una vez íbamos por la calle Máximo Gorki: de la panadería sacaban los cadáveres de las personas congeladas y los montaban en un camión. Mi madre pensaba que yo enloquecería. Me asusté mucho y comencé a gritar por las noches, todo esto fue mi imaginación, tal era mi conmoción psicológica.
Ese invierno los obreros recibían solamente doscientos cincuenta gramos de pan al día; los funcionarios, los ancianos y los niños, menos todavía: ciento veinticinco gramos. Según los relatos de los sobrevivientes, el hambre prácticamente ocupaba y suplía todos los pensamientos. Los obreros de las fábricas trabajaban a la fuerza, atándose a sus tornos. Los niños que por inanición no tenían fuerzas para andar, pasaban meses sin levantarse de sus camas, en las que dibujaban comida: panes enteros, latas de conservas abiertas, frutas frescas. Como comida servía casi todo lo que estaba a mano, relata Vsévolod Petrov-Maslakov. Desde los primeros días del bloqueo él, con tan solo once años de edad, quedó solo en un apartamento vacío:
–Las ventanas estaban cubiertas con tablas y no se distinguía si era de día o de noche. Había un hornillo en la habitación con un tubo de algunos metros de largo hasta la ventana. El tubo se tupía, el humo no salía, yo andaba con la careta antigás. Vestido con toda mi ropa y con la careta antigás puesta, así, sobreviví. En nuestra propiedad alguna vez hubo una yegua. Hacía tiempo que la habían sacrificado, pero la piel quedó. La piel, recuerdo, era larga. Hubo que curtirla primero, y después cocerla en agua hirviendo. Yo cortaba pedacitos y los comía. También había dos cascos y me los cociné. Una vez vino a visitarme mi tío, yo estaba solo, cocinando un casco. El se sienta vestido, mira a la cazuela y pregunta: ¿Qué tienes ahí? Y le contesto: “Un casco de caballo”. Me dió mucho miedo de que se lo fuese a comer. El sacó el casco de la hervidura, un casco común y corriente: lo raspó con la uña, lo chupó, escupió y se fue. Y yo tenía mucho miedo de que se lo fuese a comer.
En la primavera la cosa mejoró ligeramente, recuerda Galina Kornílova, ella tenía quince años en 1941. Luego de enterrar a todos sus familiares se quedó sola:
–En mayo de 1942 estuve a punto de morir de hambre. Me dolía mucho el estómago y no podía comer nada. Si me llevaba un solo pedacito de pan a la boca, me entraban horribles dolores de estómago. En alguna parte de casa teníamos pimiento molido, me lo llevaba a la boca y el abrazador dolor de la boca, me aliviaba el dolor del estómago. Así que sin comer varios días me fui a la tienda para vender o cambiar mi intocado pan. En ese momento había una mujer vendiendo una col agria que hasta moho tenía, no sé de donde la sacaría. Pues, beber el jugo de esa col fue lo que me salvó.
La caída del bloqueo en enero de 1943 significó la salvación de la ciudad y todos sus habitantes. Las tropas soviéticas lograron recuperar una pequeña franja de tierra a lo largo de la orilla sur del lago Ládoga, por la que en un plazo mínimo se construyó una carretera y un ferrocarril. Ya en febrero de 1943 la gente en la ciudad comenzó a recibir un mínimo de cuatrocientos gramos de pan y a la ciudad llegaron los abastecimientos médicos.

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